miércoles, 14 de agosto de 2013

¿Por qué leer este libro cuando puedes leer otros mil?

De entrada, he olvidado de dónde partió el chivatazo que me llevó a interesarme por '¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?'. En esta ocasión no fue ni un tuit, ni un comentario en alguno de los rincones literarios que frecuento en la red, ni la recomendación directa de nadie. Debió ser algo, pero no sé qué. Lo único claro es que el libro estaba ahí, en mi lista de futuribles, y que se me presentó la oportunidad de sacarlo en @BibliotArroyo, así que allá que fui.


El título me engañó desde el principio. Como yo no leo contraportadas ni reseñas, ni críticas, ni nada, ni sabía quién era Jeanette Winterson, esperaba encontrarme algo parecido a un manual de autoayuda, una serie de reflexiones sobre ese concepto tan complicado como es la felicidad. Y resulta que lo que hay tras esa sugerente pregunta son unas memorias de la autora, sin más, porque eso fue precisamente lo que su madre le preguntó cuando ella le confesó que se había enamorado de otra mujer. Pero esto ocurre en la página 126 (de 245), y yo, hasta entonces, no tenía ninguna noticia de ello.


Jeanette Winterson es adoptada, y divide sus vivencias en dos partes (separadas además expresamente por un capítulo breve llamado Intermedio): en la primera narra su infancia y adolescencia junto a sus padres adoptivos, y en la segunda, tras un salto temporal, describe las peripecias que llevó a cabo para dar con su madre biológica.


"Los niños adoptados están descolocados". Esta y numerosas otras sentencias de corte similar salpican la primera parte. La autora se considera una desgraciada por haber ido a parar a manos de una madre extremista en lo religioso, que consideraba la existencia como mero sufrimiento. Que le dio la educación que tenía, en función de lo que era, ni más ni menos, sin negarle el pan en ningún momento y sin someterla tampoco a maltrato, más allá de determinados castigos con los que cualquier madre de la época podría reprender a su hija. Y deduce que, como a ella le fue mal en su adopción, todos los niños adoptados están condenados a vivir de forma desdichada e incompleta, sin más discusión.


Por supuesto que es triste que una madre te queme los libros o que te condene por ser homosexual, pero ¿dónde está la relación entre eso y que sea una madre adoptiva? ¿Acaso muchas madres biológicas no actúan igual? Pues esta reflexión no entra en el discurso de Jeanette Winterson.


"Nunca quise encontrar a mis padres biológicos; si un par de padres ya me parecía una desgracia, dos padres sería algo autodestructivo [...] ¿Padres? ¿Para qué? Aparte de para hacerte daño". Así de categórica comienza la segunda parte, y sin embargo, unos cuantos párrafos después, y sin que acabe de quedar clara la razón, la escritora se ve inmersa en toda una aventura llena de obstáculos burocráticos, que en ocasiones salva descarada y exclusivamente por su fama, hasta dar con su madre biológica. Y cuando da con ella, poco importa que la dejase tirada ("no la culpo, creo que hizo lo único que podía hacer"), porque es maravillosa, es naturalmente el contrapunto absoluto a la adoptiva, admite su opción sexual y está orgullosa de tener por hija a una afamada novelista. Ahora.


Esto en cuanto al contenido. La forma, por su parte, tampoco salva el libro para mí, sino que lo acaba de rematar negativamente. A pesar de afirmaciones como "solo se me daban bien las palabras" y muchas otras que encontramos en esa línea, la británica me parece, sinceramente y con todos mis respetos, tanto a ella como a sus miles de lectores, una escritora muy del montón. Como ya he explicado otras veces, es probable que la traducción, en este caso de Álvaro Abela Villar, tenga mucho que ver en esto. Pero si no es así, desde luego, en mi percepción personal estamos ante una prosa poco ocurrente y nada deslumbrante, que por supuesto no me va a llevar a leer Fruta prohibida, que como se encarga de contarnos ella misma a la mínima que tiene cualquier oportunidad, es su más famosa y galardonada obra. Y pese a ese no ser nada del otro mundo (que reconozco que no deja de ser algo subjetivo, por supuesto), me he quedado esperando una sombra de modestia. De humildad. De valores que no le inculcaron sus padres, pero en los que, por desgracia, tampoco consideró oportuno educarse ella misma.


Es de justicia no obstante reconocer que el libro tiene un punto positivo. Solo uno, pero lo tiene. Y es el maravilloso alegato bibliotecario que encontramos en la página 101, y que me permito el lujo de transcribir por su enorme actualidad además: "Hoy en día parece muy sencillo destruir las bibliotecas -sobre todo llevándose todos los libros- y decir que los libros y las bibliotecas no son relevantes en la vida de las personas. Se habla mucho de la desestructuración y la alienación de la sociedad, pero ¿qué otra cosa podemos esperar cuando nuestra idea de progreso elimina los centros que tanto hicieron por mantener unida a la gente?".


Solo a mi empecinamiento en no dejar un libro sin terminar debo el haber tenido la voluntad suficiente como para haber podido encontrarme este mirlo blanco dentro de un volumen insufrible, intrascendente y que poco creo que pueda aportar más allá del círculo de influencia de su autora.